lunes, 22 de octubre de 2012

De lo que escriben, escribo



Duranguraños
José Angel Leyva
Editorial Alforja
169 páginas


La de José Ángel Leyva no es una poesía simple. Es el testimonio de quien observa, rememora y, filosamente, hace un corte a la realidad, la hace verso exacto.  Es, también, una intención de búsqueda: la del artefacto verbal. No la del juego ni la del malabarismo semántico. No. La de Leyva es una palabra que detona. Explota en su exactitud.  Se mide y se abandona a su significado. Palabra precisa.

Dice Evodio Escalante, en el prefacio a Duranguraños: “la geografía imposible del alma está dibujada aquí”. No. Es la orografía de la memoria. Las cumbres, las caídas. Pero también la niebla del olvido. Y acaso también la piedra que es el poeta.  “Mi origen es la suma de los dóndes/ la tierra adentro adonde vaya”

Duranguraños: unión de tres sitios. El espinazo del diablo, Los versos del guerrero y Entresueños.  Es la declaración, no de principios ni de fines, la del camino. Son las huellas. La marca de los signos que dejan de ser ellos, para ser otros, totalmente otros, alejados de su forma vivencial. El signo que es más grande que la palabra pero que sólo la palabra describe.

La preocupación (ocupación) del lenguaje, por los lenguajes, esos a los que acaba la muerte pero que sólo el poeta inmortaliza y si no los inmortaliza al menos los prolonga, es la constante.

Es la poesía de la aceptación. No por la vía de pasividad, es la labor del héroe. También es la aceptación de quien sabe que lo fundamental es inamovible. “La muerte, profesor, enseña nada”.

Poesía de la genealogía: el abuelo, el padre-eslabon, el hijo. El abuelo que dio la carne, el padre que hizo el olvido, el hijo que da los sueños.

Desde la comprensión lírica se escribe. “Ya sé por qué la lluvia a ríos es mujer”. Una aseveración así, no hay quien la contradiga. Y no porque la escriba José Ángel Leyva, sino porque la escribe el poeta, el mismo que reconoce: “No soy yo/ sino alguien similar/ a este que mira”.


Duranguraños, sitio de la añoranza.  Habitación que no termina de habitarse (acaso, ni de construirse).

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