El mal de la taiga
Cristina Rivera Garza
Tusquets editores
119 páginas
Todo
libro es un viaje. El mal de la taiga
es el viaje. Porque no hay viaje más
importante que el que se emprende en la búsqueda de sí mismo. Del cuerpo
adentro. El que funde la imaginación con la memoria. Fuera del tiempo.
(Aunque
no se sepa)
La
historia presenta la dificultad de no poder contarse si no se cuenta del modo
en que está escrita: forma es fondo. Contar no es historiar, es construir una
realidad paralela donde lo real es real y lo imaginario también es real. Es
romper con las fronteras a fuerza de habitarlas. Diríase: difuminarlas de tanto
expandirlas.
El mal de la taiga confronta con la inocencia de lo terrible. Nada más terrible que la
condición de lo primigenio. Se despiertan los miedos, aquellos que poblaron las
pesadillas infantiles, porque todo lo terrible comienza en la infancia no
importa que sea un perro o una manzana, incluso un niño.
Este es
quizá el mayor acierto: hacer de las figuras que acompañaron la infancia
portadoras de los grandes temas de la adultez: el amor y el desamor, el sentido
de la vida, el tedio (más desconcertante, incluso, que la muerte).
Un
libro que evidencia el voyerismo escritor. Vivir la experiencia con –por– el pretexto (motivación) de la escritura. Vivir
para contar. Más aún. Vivir para encontrar un modo de contar que de verdad comunique.
Comunicar es contar y la manera en que se cuenta.
Porque
hablar de la taiga es inventar un modo para evadirse de su presencia sonora.
Con una
prosa implacable en su impulso envolvente, Cristina Rivera Garza construye una
novela que es una pulsión, un latido de ese universo minuciosamente construido
donde el lenguaje desnudo dialoga consigo mismo a través de señales léxicas con
la simple voluntad de reconocerse.
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