Profesión y
vocación
La profesión y la vocación tienen una noción arqueológicamente
religiosa. La vocación es un inclinarse hacia, un sentido. Se sale al encuentro
de un destino, de lo que llamamos destino.
La profesión, emparentada al profesar, es el ejercicio (en el sentido de aceptación) de un arte, de un oficio. El profesional es quien, desde la obediencia de las leyes antiquísimas del saber en que se ejercita, cumple con su misión.
El problema de lo religioso (de la esfera de la religión, aún como dirección del mundo) es que anula la libertad. Ni la vocación ni la profesión se inventan; acaso de descubren, cuando no, se revelan. El hombre está (es) sujeto a la voluntad superior.
El hombre es sujeto de la acción superior; anulada
su voluntad no le resta sino actuar en el sentido que se le ha indicado.
Nada –ni nadie- puede escapar.
Ser uno, es descubrir lo que desde el inicio (desde el principio del tiempo, dirán los más radicales) tenía predestinado. No hacerlo es traicionarse. Incumplir con el destino es falsearse. Ser uno, es obedecer, aceptar, encontrarse como en el origen.
En la religión del yo las cosas no son tan
distintas. Se piensa, al menos se intenta pensar, que la persona es
unidireccional, monovalente. Si la vocación se elige (de acuerdo a las
capacidades, aptitudes y aspiraciones) la profesión debe cumplirse.
El error es evidente: la persona no es un sistema
lógico, amoral. No hay actuar exento de pasiones y subjetividad (¿su-jetividad?).
El protagonista de “El marino que perdió la
gracia del mar[i]”
–No Noboru, el marino- es verdaderamente humano cuando decide romper con la
profesión que un día eligió para sí, destruyendo la imagen que los otros se habían
construido en torno a él.
Al final, con la idea de la muerte ritual, parece
quedar latente que lo que realmente termina con la libertad es el fin de la vida.
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